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La indeterminación política de América Latina
Todo hombre en algún momento se pregunta el porqué de las cosas. Ya en el primer atisbo de su imaginativa alma, el hombre se estremece ante el mundo, se alegra y se conduele consigo y con los fenómenos que lo rodean. Paulatinamente su imaginación con sus consiguientes emociones y sus manos lo van apartando del paraíso de la inocencia animal donde sobrevivir y reproducirse al ritmo marcado por la naturaleza es el mandato del cosmos. Caprichosa o voluntaria, desapercibida o pícara, esta ruptura y la angustia que le crea el vacío de lo no existente que quiere inventar lo marca con una memoria primigenia.
A través de toda su historia nunca dejará de buscar hacia delante, en el cielo o en la tierra, el paraíso perdido, la inocencia. Despegado de su animalidad, adorará a la fuente de su existencia y todo lo que atice su imaginación. Adorará la geografía, sus rocas, bosques y aguas, los humores del tiempo, los animales, los cuerpos celestes y a sí mismo. Es el principio del amor y sus innumerables sinuosidades, el amor a la naturaleza, el canto; el amor a los dioses, la religión; el amor por su tribu, la nación; el amor por las pasiones, el teatro; el amor por el cuerpo, la danza; el amor por el vecino, la amistad; el amor por la mujer, la poesía; el amor al más fuerte, la adhesión y el amor por sí mismo con sus muchas vertientes, el narcisismo, la envidia, la avaricia, los celos, el poder, el conocimiento, la lógica y la ciencia. Y en todos, el manto de la belleza, el arte, lo convierte en un dios suplente.
Diferenciar las sinuosidades del amor con sus altares. Sus altares de imaginación y adoración son el poder, el teatro, la liturgia, la poesía, la danza, el dinero, la corona, el lujo, la distinción.
El hombre es un ser que imagina y adora. Estos dos pilares le hicieron soportar el vacío creado por el abandono, allí atrás, en la noche de los tiempos, de su inocencia animal, y permanecerán instalados en él como psicologías atávicas de todo el género humano. Es, pues, el alma del hombre, el sujeto, el causante de su atrabiliaria historia.
No es la necesidad lo que transforma al mono en hombre, es su imaginación. El león y la larva también tienen necesidad pero no imaginan. Tampoco las manos, un medio técnicamente útil, lo promueven. El gorila y el chimpancé también tienen manos con pulgar de presión, pero tampoco imaginan. Quizá los animales sueñen pero la despertar no recuerdan, por lo que en la vigilia no persiguen sus sueños. Tampoco es la razón, a pesar de Sócrates. La razón es una de las formas de la imaginación. Ordenada, sistematizada, categorizada. Pero son consecuencias ordenadas, sistematizadas y categorizadas de la imaginación, no sus causas.
En su andar, unas veces en busca de alimentos y otras veces de sueños, se asentará en distintas geografías. Su permanencia durante siglos en esas habitaciones climáticas del planeta harán la infancia de las culturas dejándoles hondas psicologías que ya no serán necesariamente comunes a toda la raza humana, como las de la noche de los tiempos, sino que serán psicologías de los grupos humanos que habitan cada geografía: las psicologías culturales.
Durante más de cuarenta siglos, occidente fue dominado por la cultura templada del mar Mediterráneo. Egipto, Grecia, Cartago, Palestina, Israel, Fenicia y Roma a pesar de sus diferencias hicieron imperios y crearon los paradigmas bajo la cultura del señor, del rey vinculado a Dios. También fueron tributarios del mar Mediterráneo persas y árabes que vinieron del medio oriente.
Pero en el 410 d.C, tribus germánicas bárbaras, tribus de la tundra fría del norte, invaden Roma dando inicio al ciclo de la cultura germánica. A partir del 410, el eje cultural de occidente se empieza a desplazar desde el Mediterráneo hacia el norte de los Pirineos. Alejarse de la animalidad le había tomado milenios al ser humano, desprenderse de una hegemónica cultura precedente tomaría solamente siglos.
Recién en el siglo XV, con el Renacimiento creado en la más germánica de las Italias, la Lombardía, la cultura germánica consigue la madurez para ser sí misma. En adelante, sus valores del empresario, del trabajo, del ahorro, la obsesiva transformación de la naturaleza y el racionalismo empezarán a campear como paradigmas. Y a partir del siglo XVII, todos los imperios de occidente serán germánicos y de sus hijos, como Estados Unidos. El triunfo de la cultura germánica la convertirá en la medida de lo humano y no sólo de su cultura. Será menester emularla para estar a tono con la civilización. No es extraño. Todos los imperios y culturas precedentes al llegar a la cúspide tuvieron el mismo narcisismo, ser la imagen y medida de lo humano, sólo que la germánica se expande en un mundo global.
España estaba signada a pertenecer a la cultura del norte de los Pirineos. Las tribus germánicas, sobre todo visigodos y suevos en Portugal habían hecho su asiento en la península. Pero el 711 d.C, los árabes y bereberes africanos entraron por las costas del mar Mediterráneo y se apoderaron de gran parte de España. Durante cinco siglos le dieron a esta estribación del sur europeo la marca de la cultura del Mediterráneo y la de su pariente del Asia Menor. Solo el norte español quedaría en manos de los godos y desde allí harían la reconquista. Cuando vencen a los árabes en la batalla de las Navas de Tolosa (1212) recuperan el territorio pero el pueblo ya no era germánico sino árabe, bereber, judío, godo y mestizo de estas variedades.
Las cortes españolas serán de cultura germánica en cambio su pueblo será de la cultura árabe del Mediterráneo, de ahí su España invertebrada, sus dudas frente a sus vecinos del norte puramente germanos.
América sería poblada por esta España bicultural y se entremezclaría con indios de cultura asiática y negros de cultura africana. A partir de nuestras independencias y la fundación de las repúblicas en el siglo XIX, la inestabilidad política sería permanente en comparación con nuestro estable orden colonial.
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