viernes, 25 de febrero de 2011

Notas que no endulzan mi concepto de soberanía alimentaria.

Fernando Crespo Valdivia
agrodata@entelnet.bo

El servicio del Café Alexander en San Miguel sigue excelente. La cocina mantiene su sabor original después de muchos años. El lugar está totalmente remodelado. Los mozos ya saben que traerte sin pestañar. Los baños y corredores están persistentemente limpios y la caja siempre está atenta a mis suplicas. Incluso, a ciertas horas, uno tiene el privilegio de encontrar algunos amigos totalmente dedicados a lo coyuntural y anarquía, esperando desmenuzar las últimas novedades.

Pero, a pesar del buen trato y buen café, ya no quiero ir a tomar un capuchino, por lo menos sin preocuparme. Lastimosamente no quiero ir porque sencillamente ya no hay dulce que acompañe mi lectura rutinaria. Como diría un amigo: mi dulce café sabe ahora mucho más amargo.

Después de un momento celestial de reflexión cuando leo La Razón, La Prensa, Cambio o Siete Páginas, además de una discusión agradable y sincera con mis contemporáneos, siempre llega la cuenta y mi ilusión de sentirme en un mundo privilegiado se viene abajo. Los rumores, especulaciones, noticias, chistes y por menores empiezan a tener sentido. Parece ser que el gobierno trata de gobernar con pura retorica, los precios no conocen la gravedad y la economía no se norma precisamente desde el Ejecutivo.

No es por el servicio del café que estoy escribiendo, menos por el precio de mis quesadillas favoritas o aquel sándwich de atún que tanto me gusta. Tampoco por las noticias comentadas en los pasillos o los datos escalofriantes que manejan mis colegas, todos anarquistas en este momento. Estoy preocupado porque ya no hay suficiente azúcar en mi lectura.

Todas aquellas noticias de cambio, revolución, soberanía y seguridad alimentaria ya no son tan dulces y menos evidentes. En todo caso son verdaderamente preocupantes y hasta vergonzosas. El discurso oficial mantiene su incomprensible inconsistencia, a pesar del clamor de sus bases más productivas. En vez de consejos sabios y prudentes hay, más bien, una dureza verbal increíblemente estúpida de por medio.

Pero no nos fijemos en el tono de voz de los funcionarios de turno o sus discursos horrorosos ante las masas. Fijémonos en lo que ellos ignoran o quieren ignorar. Porque parece ser, que el hueco en la economía es más agudo de lo pensado y su incidencia en el campo es algo realmente preocupante.

Lastimosamente, mis amigos catadores de buen té o café obviaron este tema por mucho tiempo. No hicieron un análisis sectorial oportuno y menos un psicoanálisis apropiado del guía espiritual que quiso conducir la revolución agraria en nuestro país. ¿Fue miedo? Tal vez. ¿Ignorancia estratégica? Lo más probable; O ¿estaban ocupados bailando la danza del cambio? No lo sé, ni quiero saberlo. Pero, lo cierto es que ya no se puede tapar el sol con el dedo meñique. La economía agrícola está en apuros y todos lo saben. Y en todo esto, hay que agregar lo siguiente: hay una crisis no solo por la escasez del azúcar.

Mientras el barril de petróleo sube por las nubes y el cambio climático hace estragos a nivel mundial, salen los datos de nuestra deuda pública interna y externa, los depósitos y sus extrañas corridas, además de las exportaciones e importaciones oficiales y no tan bien contadas y menos controladas divisas. Pero, ante tan poca evidencia sobre el sector agropecuario y su retroceso, el consejo presidencial es juntar abejas para endulzar el té. Analizando la situación, me doy cuenta que no solo fue el gasolinazo lo que explica el mal humor del momento.

La estupidez mundana de mis colegas de turno decía que los precios suben por simple especulación. En una noche se volvieron daltónicos por miedo, ignorancia o simplemente por bailarines. En más de una ocasión cantaban a gritos: ¡No hay siquiera indicios de una escasez! ¡Para qué seguir apostando a un sector donde el problema no es la cantidad de alimentos! ¡En todo caso es más bien la educación, salud, electrificación y sobre todo los caminos! De hecho, así también lo cree el Presidente. Increíblemente, todos ignoraban el hecho que a nivel mundial los precios del petróleo, minerales y alimentos estaban haciendo historia y en algunos lugares muy lejanos las protestas por hambre estaban causando estragos. Nadie tenía en mente que el sector agropecuario debía pasar por un proceso, que de seguirse rígidamente podía cambiar el bolsillo de millones de productores y consumidores nacionales.

En medio de estas noticias tan inquietantes, mis amigos burócratas se iban al mercado a solo verificar la existencia de verduras, frutas, tubérculos y cereales. ¡Hay de todo, para todo gusto y todo bolsillo comentaba alegremente! La disponibilidad de alimentos estaba asegurada, según ellos. Pero se olvidaron preguntar una cosa muy sencilla: ¿de dónde es esta fruta tan apetitosa o esa verdura tan verde? De hecho, no se dieron cuenta que posiblemente más del 40% de los colores de la mesa era importada. Ni siquiera la tunta era de nuestro altiplano, menos los zapallos que se exhibían con tanto orgullo y ni que decir del amaranto que se quería exportar.

Cuando un país cuenta con verdaderos planes de soberanía alimentaria, se espera que los productores estén de fiesta (por varios años) mientras los consumidores sustituyen su amplia canasta de consumo mejorando su dieta. A la larga, como la historia nos muestra, productores y consumidores ganan con más producción, mas empleo, más kilocalorías, mejores precios, más divisas y también más ganancias. Así de sencillo.

En cambio, en nuestra precaria situación, los productores tienen todo tipo de trabas para producir, con el agravante que los consumidores no tienen una canasta lo suficientemente amplia para sustituir su dieta habitual. La idea de una cocina más o menos gourmet no es necesariamente compartida por la clase popular por la pobreza que existe. El resultado: en los estratos más bajos de la población persiste una sensación de inseguridad alimentaria con muchos condenados a seguir comiendo carbohidratos en vez de proteína.

Por otro lado, pre juiciosamente, el discurso oficial oculta el hecho que las inversiones en el sector alimentario son cada día menos evidentes. Sencillamente pocos empresarios y agricultores apuestan al modelo verbal y mental que el señor presidente tiene en su agenda. En todo caso, la mayoría de los empresarios del campo seguirán produciendo pero con total desconfianza, a mínima productividad y, lastimosamente, perdiendo día a día, año tras año su competitividad.

Al respecto, solo comentar que así los pocos agricultores que quedan en el campo apresurara su transición a campesino. Es decir, los verdaderos residentes buscaran mejores oportunidades en otros sectores que no son propiamente productivos. Siendo agricultores, preferirán ser albañiles, taxistas, munícipes, comerciantes e incluso contrabandistas. Pero, las consecuencias son obvias en el mediano y largo plazo: los más jóvenes y los más viejos se quedarán a cargo. Y, consecuentemente, habrá menos alimentos locales. Mientras tanto, el Gobierno gritará: ¡Que viva la soberanía alimentaria!

En el proceso, el gobierno ha decidido castigar a los pocos empresarios y productores del sector con medidas drásticas. Empezaron con revertir algunas tierras de manera selectiva. En occidente algunos aplaudían, mientras que en Oriente muchos dejaron de invertir. Algunos sencillamente se fueron. Continuaron con anuncios revolucionarios de distribución aleatoria de tierras, pero sin apoyo alguno y menos con un mínimo de infraestructura vial o de salud para los desafortunados ilusos que acompañaban los gritos de justicia y reforma agraria.

Luego, ante las presiones inflacionarias, el Estado Plurinacional decidió (con mano firme) intervenir en el mercado dando cátedra a los productores de pollo, olvidándose que el subsector de maíz estaba en emergencia por consecutivas adversidades climáticas. No obstante, exigían disminuir los precios, porque sencillamente no era justo para los fieles votantes. Increíblemente, la revolución agraria intentaba que los pollos se conviertan en carnívoros.

En medio de tanta agresividad, se prometió algunas plantas agroindustriales en un lugar donde pocos recogen fruta y hay serias limitaciones para desarrollar una sector lácteo. Además, la poca fruta que queda en este paraíso es vecina de una plaga que se expande por descuido de propios y extraños.

No contentos con su alcance, intentaron tomar por sorpresa al sector más dinámico de la sociedad rural en varias ocasiones. Además, intentaron matar varios pájaros de un solo tiro. Trataron, por ejemplo, de controlar el principal motor de desarrollo de una región pujante y uno que otro subsector que ellos consideraban estratégico y atentatorio al IPC que manejaban.

Durante meses de meses mostraron que el Estado podía interferir en el mercado y controlar los precios. Daban crédito a todo aquello que sonaba a soberanía alimentaria sin preguntar si había capacidad de repago. Al principio hubo cierto éxito y mucha publicidad. Pero sospechosamente mientras controlaban algunos productos, otros empezaron a venderse a un precio mayor y sin control alguno.

De paso, acorralaron a una sociedad netamente productora que nunca dudaba de su hospitalidad y vocación. Los insensibles hacedores públicos olvidaron que este sector (y no tan pequeña población) alimentaba a más de 10 millones de almas y, por si fuera poco, contribuía con más el 23% de la producción de bienes y servicios de la economía nacional.

Lo cierto es que algunos aprendimos la lección y otros no. Aprendimos que a más látigo y canciones de protesta, hay menos creatividad y más hambre. También aprendimos que las canciones no ayudan mucho a la productividad. De hecho, en el caos las oportunidades se multiplican, pero pocas fortunas se consolidan.

Ante la evidencia, las voces de los burócratas de turno se hacen sentir ante cualquier nota disonante. Es más, una ministra más o menos inquieta solo apuntaba lo siguiente: ¡Efectivamente hay crisis en el mundo, pero en Bolivia todavía se produce alimentos! Al igual que mis colegas daltónicos repite, sin sentido, una bonita canción con mucha prosa. Solo decir: lo que es sentido común para algunos, es simplemente contra revolución para otros. Mientras tanto, a seguir esperando el maíz prometido.

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