miércoles, 30 de noviembre de 2011

La tercera edad

Julio Ríos Calderón
jrioscalderon@hotmail.com

Cuando se llega a la cima de la vida desde la que se contempla una trayectoria personal en que necesariamente se han mezclado las caídas y los triunfos, puede reclamarse un derecho, el del respeto de los demás. El ser honrado es la corona de la ancianidad.

En el joven hay algo de anciano, y en el anciano hay algo de juventud. Nada resulta más agradable que una ancianidad rodeada por las inquietudes de la juventud.

¿Qué sería de ellos -que no sólo llevan un cuerpo gastado camino del fin y del olvido- si no fuesen poseedores de ese libro ilustrado que es el recuerdo de lo vivido y con lo cual se sienten ricos? De viejo es cuando se ve por primera vez lo rara que es la belleza y el milagro que supone que crezcan flores entre las fábricas, y que entre los periódicos y los papeles haya también poesías.

En esta realidad se presenta el anciano de las calles, el que forma largas filas para cobrar sus rentas que bordean los límites de lo indigno, descansando sobre unos hombros que muchos sobrellevan y que presentan la figura de otro anciano. A distancia parece asomar aquella juventud que evoca cada esquina del ayer inalcanzable. El recuerdo agiganta su vitalidad y cuando la mente permite volver a la niñez o a la adolescencia, la evocación suma horas y días en silencio mientras rememora la pasada juventud bañada de sol en el claro invierno.

Nuestros abuelos nos enseñaron que uno, al hacerse viejo, tiende a considerar los fenómenos morales, los extravíos y degeneraciones de los hombres y los pueblos como caprichos de la naturaleza. Queda así el consuelo de que después de cada catástrofe vuelve a nacer la hierba y brotar las flores, y tras de cada aberración los pueblos recuperan ciertos sentimientos morales que parecen comportar, pese a todo, una cierta normativa y estabilidad.

Ellos lograron conocer los resabios de sociedades que se fueron extinguiendo en diferentes ciudades, como también fueron testigos del esplendor económico que permitía el mantenimiento de ciudades atractivas y hospitalarias. Vivieron terribles hazañas políticas y procesos democráticos de diferente índole. Conocieron el esplendor de las épocas de antaño. Contemplaron con ojos admirados cómo el asfalto se volcaba sobre calles pedregosas para darle aspecto de ciudades modernas. Asistieron a la Guerra del Chaco y repiten sin tregua cuánto hicieron por la patria, y cómo ésta sólo los recuerda una vez al año en oportunidades cívicas que son las que ellos viven como los últimos pasos de un camino largo y sin retorno.

Si la supervivencia es un esfuerzo poco humano, ¿qué se podría decir de la alegría? La respuesta la dan ellos mismos, con tan sólo verlos cuando el alma se retira en un rincón de su cuerpo y hace de él su cubil. De cuando en cuando dan un aullido lastimero o enseñan los dientes a las personas que pasan, pues todas las cosas les parecen que hacen camino rendido bajo el fardo de su destino y que ninguna tiene vigor bastante para danzar con él sobre los hombros. Podemos observar que -pese al declinar de las fuerzas y facultades- hay una vida que sigue creciendo y complicando con cada año la infinita red de sus relaciones y engarce.

Destacamos "La olla del anciano", una feliz iniciativa de un grupo altruista que todos los sábados realiza una obra de caridad en la calle Mercado. Desde su instalación en la Galería Luz, este grupo de personas -que ha dignificado la tercera edad- regala felicidad a miles de ancianos, les brinda un desayuno exquisito y observa que en su despierta memoria nada se pierde del pasado y de lo transitorio.

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