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Tal vez funcione en la práctica, ¿pero funciona "en teoría"? En la práctica, el ímpetu de la libertad individual comprueba por doquier ser una fuerza incontenible y existe abundante evidencia que la libertad es la mejor manera de desarrollar una comunidad. En teoría, la economía es más justa (y la vida más virtuosa) cuando la conducta individual es regulada por iluminados con el poder de implementar el bien común, a fuerza de decretos supremos. De "supremos" los decretos han tenido poco, ya que en la práctica han caído -uno tras otro- víctimas de la abrogación. No obstante los resultados prácticos, en la aplicación del gasolinazo, limpia de chutos, transporte seguro y diplomacia internacional, la teoría ha sido impecable.
Agréguenle a la lista de decretos de teoría suprema la imposición de sobriedad en municipios propensos a la exuberancia alcohólica. Autoproclamado "enemigo de las Verbenas", el Presidente Morales considera contraproducente calificar la gestión de un alcalde en base a su capacidad de organizar una buena farra. El Ejecutivo hace bien en repudiar el uso de dinero del pueblo para adormecer al pueblo, un estupor que impide al Estado organizar un buen desfile cívico. La chicha y cerveza son cómplices de Hollywood y telenovelas en trastocar la mentalidad, una distracción inútil que impide "evaluar el presente" y "proyectar el futuro". En teoría, el papá Estado puede imponer moralidad sobre su rebaño, el mal llamado "soberano".
Soberano, en teoría, es el municipio descentralizado. En la práctica, no muere tan fácil el centralismo autoritario. En temas tributarios, las autoridades autonómicas ven sus competencias abrogadas por un estado de contradicción normativa, que pone en claro un pragmatismo programático a la hora de articular el proyecto ideológico oficial. Al rodillo parlamentario ahora se suma el mazo moral del Ejecutivo, que pretende imponer una revolución productiva a través de la ingeniería social, financiada con nuestra plata. En la práctica, son los incentivos económicos los que logran mayor compromiso con la productividad, vía las condiciones laborales creadas por mayores inversiones. No hay mejor incentivo para la virtud que el miedo a perder una oportunidad de desarrollo. Pero cuando la norma es el subempleo, subvenciones y dádivas políticas, no existe norma que obligue una ética laboral, por mucho que desfilen ordenadamente decretos supremos, que luego caen presas de la caprichosa abrogación.
La borrachera más grande es un gasto público desordenado. Si algo adormece al pueblo, son consignas que intentan sustituir el desarrollo personal por ideología sectorial. En teoría, las arcas del Estado gozan de la mayor bonanza de la historia. En la práctica, estamos cada vez más cerca de un chaqui generalizado, producto de un entorno económico cada vez más intoxicada por la regulación y bloqueos legales. Adictos al gasto público, el despilfarro colectivo debe ser subvencionado por el bolsillo del ciudadano que participa de la economía formal. Con el mazo fiscalizador se incentiva, en teoría, la virtud cívica de aportar -con un cocktail de impuestos- al Tesoro General. En la práctica, la exuberancia teórica enfría una economía cada vez más cerca a la resaca.
El pueblo bebe copiosamente de una transformación política histórica. El proceso de cambio, sin embargo, está pasando de celebración, a mamadera. El elixir del poder se nos subió a la cabeza, haciéndonos confundir decretos "virtuosos" por "desarrollo". En la práctica, proyectar el futuro implica hacer gestión, no proselitismo moral. En teoría, la virtud empieza por casa.
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