Carlos D. Mesa G.
cdmesag@gmail.com
Hace un par de semanas fueron aprehendidos los miembros de una banda de "cogoteros" a los que se acusa de haber cometido varios asesinatos. Delitos cuyo objetivo era desvalijar a sus víctimas. En las noticias se mencionó que la banda podría ser responsable de más de sesenta crímenes perpetrados en los últimos meses ¡Más de sesenta asesinatos!
Asumamos -lo que es muy probable- que la cifra, que es un recuento total de las muertes producidas por este tipo de atracos, no sea de responsabilidad exclusiva de la citada banda. Si suponemos que los detenidos son autores sólo del 20% de esos crímenes, tenemos una cifra de doce muertes de su directa responsabilidad.
En cualquier país civilizado se trata de un indicador de extrema gravedad. Por menos que eso se han iniciado cacerías de asesinos en serie. Olvidemos por un momento a los autores concretos y detengámonos en la cifra inicial, más de sesenta personas asesinadas por la vía del estrangulamiento con el objeto de robarles.
El tema mereció apenas unos cuantos titulares de prensa, alguno muy destacado, y una repercusión relativamente relevante de radio y televisión. No más que eso.
¿Por qué tal indiferencia? Una explicación es que las víctimas en su mayoría eran personas relativamente anónimas, de origen pobre, o simple y llanamente vivían en zonas (de La Paz y El Alto) clasificadas arbitrariamente como "populares".
En buen romance, que los asesinados eran "nadie" y por eso los medios se ocupan poco de ellos y sus historias. Si es así, ocurre algo estremecedor, una forma flagrante de discriminación que pone en evidencia a una sociedad que sigue con sus viejas taras a pesar del tan cacareado "cambio".
Pero hay otras razones tanto o más preocupantes. Vivimos una pérdida de sensibilidad humana que demuestra que la vida no está entre nuestros valores más caros. Estamos resignados ante la evidencia de que las autoridades de gobierno y su brazo armado la Policía carecen de los medios, la capacidad y la credibilidad mínimos para llevar adelante un trabajo eficiente en la lucha contra el crimen (organizado y desorganizado). Además, hay una carencia de liderazgo mediático que coloque el tema como una prioridad.
Está claro que la inseguridad ciudadana es, si no el asunto más importante, uno de los más importantes entre las preocupaciones ciudadanas, pero lo que no está tan claro es cómo lo encara la sociedad.
El incremento de la criminalidad es un azote particularmente grave en América Latina, y Bolivia no es la excepción. Es cierto que el narcotráfico, en claro aumento en el país, viene acompañado de violencia de la dura. Pero hay una razón más profunda. Hace ya muchos años que Bolivia vive literalmente bajo el imperio de la ley de la selva, o para ponerlo de otra manera, en medio de una galopante anomia social.
Esto marca un síndrome que se ha apoderado de todos, la presunción de que la resolución de cualquier conflicto, problema, demanda, reivindicación o solución de una injusticia, no pasa en ningún caso por considerar que la ley existe. No, simplemente se sale a la calle y se confronta.
Es una ruptura que se convierte en una forma de patología colectiva que nace de una actitud entre desamparada e irresponsable del individuo mimetizado en la masa.
Nadie ha logrado restaurar la idea básica de que nuestras vidas valen en tanto el otro reconozca su valor, y en tanto las reglas que la protegen sean aceptadas por la mayoría, y sepamos que la garantía de su preservación pasa por la certeza de que aquellos a quienes delegamos la administración de justicia la harán valer.
La violencia se ha convertido en rutina. Toda violencia, la de los bloqueos, la de la corte de los milagros en que se convirtió la marcha de los discapacitados, el t'inku insólito entre orureños y potosinos, los muertos de Yapacaní, y también los muertos que como un cuentagotas pertinaz llenan el vaso nacional de sangre interminable. Cogoteros, sicarios del narcotráfico, maridos o concubinos machistas, violadores, pederastas, borrachos o drogados, siegan vidas un día sí y otro también.
La respuesta frecuente desde los afectado nos lleva a otra constatación. La respuesta a la falta de justicia es frecuentemente -de hecho o de intención-, tanto o más violenta que el crimen que se quiere combatir. Su expresión más obvia pero no única: los linchamientos que acaban con la vida de los supuestos delincuentes.
La inseguridad se ha instalado entre nosotros y nada parece indicar que se la pueda desterrar. De vez en vez, cuando nos toca directamente, o le toca a alguien próximo, nos horrorizamos por unos minutos o unas horas, y a otra cosa.
Lo que estamos pagando es una factura por nuestra absoluta incapacidad de tomar al toro por las astas. El país vive en medio de la casi total falta de control de sus impulsos más primitivos. La retórica legal (leyes y leyes que llueven como suele llover en enero y febrero) no es más que una gran cortina de humo para disfrazar este erial de insensibilidad, desprecio por la vida y por la convivencia civilizada. Y los muertos siguen sumando'.
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